“La moral del trabajo es la moral de los
esclavos y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud”, escribió
Bertrand Russell en Elogio de la ociosidad
(1932), preconizando un nuevo modelo social en el que trabajasen las
máquinas y el ser humano se dedicase a cultivar las artes. “Sin la clase
ociosa, la humanidad nunca habría salido de la barbarie”, decía. Y
aunque casi un siglo más tarde la humanidad continúa esclava de sus
propias tareas, los robots ya son los jefes de muchas fábricas y la
automatización por software se ocupa de tareas sorprendentes
como la aviación comercial, en la que el piloto ha sido relegado a un
papel de mero supervisor informático.
Es cierto que todavía no han llegado a
nosotros robots como aquellos cíborgs sometidos al capricho humano que
imaginó Philip K. Dick en Blade Runner, o los mayordomos autómatas de El dormilón (Woody Allen), pero la distopía es hoy mismo: la robótica doméstica se
expande con pequeños humanoides que realizan tareas menores, reconocen
caras, bailan y hablan en diferentes idiomas.